Sin embargo, surge la pregunta de cómo logró la Corona española, ahogada económicamente tras una guerra contra los musulmanes que había durado 700 años, financiar una empresa de tal envergadura como la conquista y colonización de estos amplísimos nuevos territorios. Realmente la respuesta es fácil: sin exponer ni un sólo maravedí de las arcas del Estado. La Corona Española fue pionera en desarrollar un sistema socioeconómico, ya empleado con anterioridad a la conquista de América, que conocemos con el nombre de capitulaciones, de descubrimiento en un primer momento, y de conquista posteriormente.
Sencillamente, se ofrecían a unos particulares los derechos de un hipotético beneficio que obtendrían con tales empresas (generalmente quitar a los indios todo aquello que el español estimaba de valor: oro, perlas, piedras preciosas, etc.), siempre que corrieran con todos los gastos de la organización, que los territorios descubiertos o conquistados fuesen reclamados para la Corona y que se reservasen las tasas y los impuestos reales correspondientes. De tal manera, la Corona, sin riesgos ni desembolsos económicos, se encontró dueña y señora de unas grandes extensiones territoriales en ultramar, aparte de un importante caudal económico que iba a parar a sus arcas para hacer frente a las deudas contraídas por las guerras de reconquista.
Las capitulaciones se completaron luego con otra recompensa, la encomienda, creada para el asentamiento de los guerreros en el territorio novohispano a costa de los indios que habían conquistado. Resultó así que el descubrimiento, la conquista y la colonización fue pagada por los indígenas americanos y con el sudor y la sangre del pueblo español.
La conquista española de gran parte de América enfrentó a dos sociedades, o mejor dicho a dos formaciones socioculturales muy diferentes. Dado que la finalidad era conseguir que los habitantes de las tierras exploradas reconocieran la soberanía del Rey de España y se prestaran a la conversión a la verdadera fe, y que la conquista se entiende como la acción bélica de grupos organizados de españoles que proceden, para sus fines, a dominar por la fuerza de las armas a las poblaciones aborígenes, es fácil imaginar la crudeza del enfrentamiento entre ambas culturas.
La conquista de las tierras americanas por parte de españoles y portugueses, que trajo como consecuencia el contacto entre europeos e indígenas durante la colonia, produjo la génesis de nuevos tipos de culturas; por una parte la de criollos, mestizos, mulatos, etc., conformando lo que se ha dado en llamar como «culturas nacional-latinoamericanas»; y por otra, la de los llamados «indios modernos». Está fuera de duda que las culturas de estos «indios modernos» contienen un gran número de elementos derivados del tiempo precolombino, pero igualmente, y sin duda alguna, han aceptado e integrado tal cantidad de rasgos hispano-coloniales que ya no cabe hablar de culturas prehispánicas.
La historia de los indios durante la etapa colonial está en gran medida determinada, oculta o abiertamente, por una doble lucha: por una parte, los gobernantes trataron de integrar a los subyugados a su sistema social y económico, el cual, en su forma específica de «cultura ibérica colonial», estaba basado en el dominio sobre los indios y su explotación.
Contra este sistema, que con ligeras modificaciones en la forma del «colonialismo interno», ha durado hasta hoy día, los indígenas se opusieron activa y pasivamente para preservar su propio sistema. Muchas veces los europeos no comprendieron este fenómeno porque simplemente creían que su modelo era mejor, sobre todo debido a sus ideas egocéntricas. Por otro lado, la suerte de los indígenas estaba determinada por el continuo enfrentamiento entre las intenciones de la Corona -por ejemplo la Corona española vio a los indios como «vasallos libres y no sujetos a servidumbre»- y la avaricia de los europeos en el Nuevo Continente, cuyo único afán era el rápido y poco costoso enriquecimiento.
De una forma muy general se pueden distinguir tres períodos en el desarrollo del sistema colonial americano:
A) El tiempo de la Conquista y la temprana Colonia, hasta la consolidación definitiva del dominio europeo en la segunda mitad del siglo XVI.
B) La fase Colonial intermedia o de asentamiento pleno de los complejos sistemas socioculturales, políticos, económicos, religiosos, etc., localizada en los siglos XVII y la primera mitad del siglo XVIII.
C) La Colonia tardía, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, y que desde el punto de vista de la historia cultural se enlaza con el desarrollo de los estados nacionales.
ANTECEDENTES. A la hora de hablar de los antecedentes de la conquista del territorio ecuatoriano hay que mencionar primordialmente dos situaciones: primero el descubrimiento del océano Pacífico, desde el istmo de Panamá, por Vasco Núñez de Balboa, que puso inicio a la conquista de América del Sur; y segundo el descubrimiento y conquista de Perú, el Tahuantinsuyu del que habían oído hablar los conquistadores alentando su imaginación con grandes tesoros.
Vamos a centrarnos, por su más directa relación con el tema que nos ocupa, en esta segunda gesta, ya que la historia del descubrimiento y conquista de lo que ahora es la República del Ecuador es la misma historia del descubrimiento y conquista del Perú, al ser descubierta la tierra ecuatoriana por los españoles que en busca del Perú vinieron con Pizarro a estos territorios del continente sudamericano, y la conquista del Reino de Quito fue fraguada por Sebastián de Belalcázar, adelantado de Francisco Pizarro, dentro de cuya gobernación estaban incluidas las provincias que actualmente componen el Ecuador. Por ello, también las fuentes de la Historia del Ecuador, en este período, son las mismas que las de la Historia de Perú.
Tras el descubrimiento del Pacífico, tanto el propio Núñez de Balboa como Pascual de Andagoya comenzaron las primeras expediciones por el nuevo océano y sus costas, llegando hasta las de Colombia, en donde recibieron noticias de la existencia de un imperio poderoso allá en tierras distantes al Sur, a donde para llegar era necesario atravesar largos caminos y poderosas sierras. Esto venía a confirmar la información dada por un cacique del istmo panameño de que al Sur había «un reino poderoso, con un terrible señor, en el que abundaban las riquezas».
Balboa intentó llevar a cabo la empresa del descubrimiento de estos territorios. Sin embargo, la llegada de un nuevo Gobernador con órdenes de la Corona de encausarle por las quejas que había contra él, entre las que se contaba la muerte del desgraciado Nicuesa, le llevaron a un inicuo juicio y a una sentencia de muerte por decapitación firmada por D. Pedro Arias de Avila (conocido por los cronistas como Pedrarias Dávila), su suegro.
La existencia de un rico imperio en las tierras del Mediodía era asunto de ordinaria conversación entre los vecinos de la nueva ciudad de Panamá, aunque no se pudiera indicar con certidumbre ni el punto donde se hallaba, ni la distancia que separaba de la costa al anunciado imperio. Sin embargo, al poco tiempo, este señorío empezó a tomar forma y nombre, era Perú.
Pedrarias, deseoso de apuntarse los descubrimientos de aquellas nuevas costas, montó una pequeña flota al mando del capitán Basurto, pero la muerte de éste cuando se disponía a emprender la travesía frustró los planes del Gobernador.
Es en estos momentos cuando Francisco Pizarro, que había servido a las órdenes de Ojeda, colaboran con Balboa en la expedición que descubrió el Pacífico y ocupado por el Gobernador de Panamá en ligeras expediciones militares (provisión de víveres, captura de esclavos, etc.), entra en contacto con otro hidalgo, como él de escasa fortuna, Diego de Almagro.
Ambos, deseosos de lograr sus sueños de aventuras y riquezas que les llevaron al Nuevo Mundo, y al no ser ya jóvenes ninguno de los dos, deciden buscar apoyo económico para su empresa de conquista de Perú. Paralelamente, el Licenciado Espinosa, fiscal en el juicio contra Balboa, deseaba invertir parte de su cuantiosa fortuna en esta empresa, aunque de un modo secreto dado que se le podía creer cómplice en una maquinación para deshacerse de Balboa y aprovecharse de sus descubrimientos. Espinosa logró sus fines al contar con la ayuda de Hernando de Luque, canónigo de la Catedral de la Antigua del Darién y entonces Vicario de Panamá, que se presentó públicamente como socio de la empresa.
Una vez puestos de acuerdo Luque (Espinosa), Almagro y Pizarro sobre el reparto de ganancias y las aportaciones de cada uno de ellos (Espinosa aportó veinte mil castellanos de oro, mientras que Pizarro y Almagro aportaban la totalidad de sus bienes y sus vidas) y contando con la licencia del Gobernador, aprestaron un buque que había pertenecido a Balboa, lo pertrecharon y en noviembre de 1524 Pizarro se hizo a la mar, rumbo al Sur, mientras Almagro se quedaba en Panamá aparejando otro navío con el que seguir a su compañero.
Tras varios días de lenta navegación llegaron al puerto de Piñas, último hito reconocido por Andagoya. Posteriormente, y ante la carencia de víveres y agua, arribaron a un punto costero, al que más tarde llamaron Puerto del Hambre, en el que decidieron permanecer un grupo mientras Montenegro volvía a la isla de las Perlas por vituallas. Pasadas seis semanas regresó éste, encontrando que algunos compañeros habían muerto y el resto se hallaba demacrado y abatido, habiéndose alimentado de raíces amargas, bayas y algunos mariscos.
Una vez recuperados continuaron hacia el Sur hasta un punto que denominaron Pueblo Quemado, donde encontraron gran resistencia indígena. Los compañeros de Pizarro le pidieron regresar a Panamá y así se hizo, recalando en el Puerto de Chicama, cerca de aquella ciudad.
Almagro, que había partido poco después que Pizarro, avanzó hasta Pueblo Quemado buscando a su compañero, y al no encontrarlo continuó hacia el Sur hasta un río que llamaron de San Juan (Sur de Colombia), punto en el que decidieron regresar, localizando a éste en Chicama, que no había podido entrar en Panamá por orden del Gobernador, dada la carestía de alimentos hasta la recolección de los maizales.
La empresa cayó en descrédito y los tres socios encontraron problemas para contar con recursos. Sin embargo ellos, firmes en sus pretensiones, firmaron el famoso contrato (10 de marzo de 1526) por el cual juraron dividirse en partes iguales el imperio cuya conquista tenían resuelta. La diligencia de Almagro logró disponer un navío, algo cómodo, con 110 hombres, algunos caballos, pertrechos de guerra y abundantes provisiones. Unióse a Pizarro en Chicama, continuando su navegación hasta el río San Juan, donde determinaron hacer un alto para restablecerse de la travesía. Dos leguas arriba del río localizaron un pueblo cuyos habitantes habían huido asustados por los inesperados visitantes. Entraron a saco en el pueblo y recogieron en varias piezas hasta quince mil pesos en oro. Se decidió el regreso de Almagro a Panamá en demanda de nuevos recursos, mientras que Pizarro aguardaba en este punto con dos canoas y la mayor parte de la tripulación.
Bartolomé Ruiz, un excelente piloto andaluz natural de Moguer, seguiría adelante con el otro buque, explorando la costa hacia el Sur. De esta manera se convirtió en el primer contingente español que navegó por las costas ecuatorianas, a comienzos de 1526, cruzando la Línea Equinoccial hasta llegar a la altura de Jama, en la provincia de Manabí.
Como novedades sobresalientes de su viaje destacaremos el famoso encuentro con una embarcación de marinos manabitas a la que ya hemos hecho referencia, la esplendorosa aparición de la mole del Chimborazo, destacando sus nieves eternas tras el verde telón de las selvas en una mañana despejada, y el espectáculo de los pueblos indígenas con muchas casas, abundante oro y noticias concretas sobre el Tahuantinsuyu
Al mismo tiempo que Ruiz volvía de su exploración, llegaba también Almagro, que había encontrado a su arribada a Panamá un nuevo gobernador, D. Pedro de los Ríos que los retuvo durante un tiempo en puerto, aunque lograron salir y regresar bien avituallados y trayendo consigo algunos auxiliares más para continuar la empresa, lo que dio nuevos bríos a los abatidos compañeros de Pizarro.
Llegaron, guiados por Ruiz, a la Bahía que llamaron de San Mateo, en la desembocadura del río Esmeraldas. Parte por tierra y parte por mar continuaron su marcha los conquistadores hasta el pueblo de Atacames, cuyas calles tiradas a cordel y numerosa población sorprendieron a los españoles. También les asombraron los extensos terrenos de cultivo, las vistosas sementeras de maíz y las plantaciones de cacao.
Viendo la gran cantidad de indios y sus escasas posibilidades de llevar a buen término la empresa, resolvieron que Almagro regresara a Panamá en busca de la tropa y pertrechos necesarios, mientras Pizarro quedaba con la mayor parte de su gente aguardando, optando por la isla del Gallo para la espera. El descontento de gran parte de los compañeros de éste hizo que llegase a manos del gobernador la petición de enviar un navío que les llevase de vuelta a Panamá. Este accedió y mandó a un oficial, llamado Tafur, a recogerlos y a dar por concluida oficialmente la aventura. Pizarro, no cediendo ante las órdenes, trazó una línea en tierra de oriente a occidente y señalando al Norte dijo: «Para allá pobreza y deshonra; para acá (señalando al Mediodía) riquezas y gloria. El que quiera participar de mi fortuna que me siga». Fueron los llamados «Trece de la fama» los que traspasaron la línea, decidiendo pasar a la isla de la Gorgona, más distante de la costa que la del Gallo, evitando las acometidas de los indios.
Tras muchos ruegos de Almagro y Luque el gobernador consintió que se mandara un buque por los de la Gorgona, pero sólo con los aprestos necesarios para la navegación y la orden de presentación de Pizarro en el plazo de seis meses. Tras ocho meses de espera, al fin apareció el barco y en él, pilotado por Bartolomé Ruiz, Pizarro traspasó la línea equinoccial, surcó las aguas del golfo de Jambelí, avistó la isla de la Puná y poniéndose enfrente de Túmbez, observó los claros indicios de riqueza y desarrollo que presentaba el imperio a conquistar. En este viaje de exploración Pizarro, visitando las costas del Perú, llegó hasta más allá de Santa, desde donde sus compañeros le obligaron a dar la vuelta a Panamá.
La existencia de un imperio rico, opulento y poderoso era indudable y únicamente restaba no perder tiempo en acometer su conquista y colonización. Por esta razón partió Pizarro a España, se presentó en Toledo ante el Emperador Carlos (I de España y V de Alemania), le mostró los objetos que traía para atestiguar la grandeza de los reinos que acababa de descubrir y obtuvo despachos y favores para su empresa, son las Capitulaciones firmadas en Toledo para la conquista del Perú. En ellas Francisco Pizarro recibía el título de Marqués y el dominio sobre una extensión de tierras que conquistar igual al Ecuador y Perú juntos, a la par que la expedición de conquista recibía una ayuda económica para sí y, como veremos a continuación, otra aportación para la evangelización de los nuevos territorios.
Una de las primeras condiciones impuestas por el Emperador a Pizarro fue la de que llevara sacerdotes y religiosos que se encargasen de la predicación del Evangelio y conversión de los indios a la fe católica. En una cédula del año 1529 se designó al dominicano Fr. Reginaldo de Pedraza (que había acompañado a Pizarro desde Panamá y estuvo presente en la audiencia que el Emperador otorgó a éste) para que, acompañado de seis religiosos más de su misma Orden, pasase a Perú. Por otras cédulas reales del mismo año se mandó dar a estos religiosos lo necesario para vestuario, transporte hasta Panamá, ornamentos y vasos sagrados que debían traer desde España, todo del tesoro de las cajas reales, señalándose a los empleados de la Corona hasta la partida presupuestaria concreta de donde debían salir estos gastos.
Renovando otra vez en Panamá el primer contrato, por el cual se obligaban los socios a dividir en tres partes iguales todo lo que se lograse de la conquista, resolvieron que Pizarro se adelantara con tres naves, ciento ochenta hombres, veintisiete caballos y las provisiones de alimentos y armas que se habían conseguido hasta entonces; mientras tanto Almagro se disponía a seguirle, llevando nuevos refuerzos. Arreglada así la partida, Pizarro salió de Panamá a principios de enero de 1531 y, aunque se dirigió inmediatamente para Túmbez, tomó puerto en la Bahía de San Mateo (Esmeraldas) a los trece días de navegación, desembarcaron los caballos para que fuesen por la orilla del mar y los navíos costeando, a fin de poder prestarse mutuamente auxilio ante cualquier eventualidad. Entonces fue cuando por segunda vez hollaron los conquistadores españoles la tierra ecuatoriana y cuando se inició de forma definitiva el fin del imperio incaico.
LA CONQUISTA ESPAÑOLA DEL ECUADOR
GENERALIDADES. Dos momentos son los destacables a la hora de hablar de la conquista del Ecuador por los españoles. El primero de ellos, relacionado con la costa, se produce con la marcha de Pizarro desde la bahía de San Mateo hacia Perú, y culmina con la prisión y muerte de Atahuallpa y la toma del Tahuantinsuyu. El segundo, serrano, se vincula a Belalcázar y la conquista del Reino de Quito. Con ello queda el territorio, oficialmente, bajo el control de la Corona.
Partiendo desde la bahía de San Mateo, los conquistadores siguieron rumbo al Sur en un incómodo viaje, potenciado por la crecida de los esteros debida a las lluvias de invierno.
La primera población localizada fue Coaque, que saquearon, cogiendo mantas, tejidos y piezas de oro y plata por un valor de veinte mil castellanos, así como una gran cantidad de esmeraldas, de entre las que destacaba una, del tamaño de un huevo de paloma, que fue adjudicada a Pizarro. Asimismo encontraron gran cantidad de vituallas con las que reponerse de las penalidades del camino.
El Curaca de Coaque fue encontrado en su vivienda, instándosele a que mandase regresar a los pobladores para servir a los españoles, lo que hicieron, «pero como los trataron muy duramente, al poco, casi todos volvieron a huirse a los montes».
Con el botín recogido, Pizarro acordó enviar dos navíos, uno a Panamá y otro a Nicaragua, para estimular la codicia de los habitantes de estas colonias y hacer que se uniesen a la empresa de la conquista. Entre la ida y vuelta de los barcos transcurrieron siete meses que los españoles pasaron en esta población y su entorno. Esto, unido a la dureza del clima, redujo el número de hombres y las fuerzas de los que sobrevivieron.
Entre los individuos que arribaron en estos navíos se encontraba Sebastián de Belalcázar, o Sebastián Moyano, que era su verdadero nombre, pero que tomó el de su población de origen al acceder al Nuevo Continente, y que tan célebre se haría tiempo después en la conquista y pacificación primeramente del Reino de Quito y posteriormente de Popayán.
Contando con estos refuerzos continuaron marcha por la costa, atravesaron Esmeraldas y Manabí con la intención de fundar un asentamiento hispano en la isla de la Puná, frente a Túmbez, sometiendo, a su paso, todas las poblaciones que encontraban, aunque en casi ninguna encontraron resistencia. El Curaca de la Bahía de Caráquez les obsequió amistosamente y el del Pasao entregó a Pizarro una esmeralda muy preciada por su tamaño, pidiendo la libertad de diecisiete indias que habían capturado los españoles en otra población, aunque no consta en las fuentes si éste accedió a la petición.
En Caráquez, la Cacica de uno de los pueblos comarcanos recién enviudada, recibió bien a los españoles, aunque intentaba atraerlos a una trampa para matarlos. Estos, alertados por la presencia de individuos armados, llevaron a cabo un ataque con caballos que terminó por desarmar a los indígenas, capturando a varios «principales» que, a cambio de su libertad, prometieron no levantarse en armas contra los españoles y castigar a quienes lo intentasen. Una vez pacificada esta zona continuaron su marcha hasta llegar al golfo de Guayaquil, donde descansaron antes de acceder a la isla de la Puná.
Antes de proceder al traslado se presentó Tumbalá, Cacique principal de la isla, acompañado de otros señores, ofreciendo su amistad a los españoles, así como alojamiento en su isla, lo que éstos aceptaron. Los indígenas comenzaron a aparejar unas balsas para el transporte de personas y enseres, lo que alertó a los intérpretes de los españoles que advirtieron a Pizarro que los indígenas tenían pensado cortar las cuerdas de las balsas para deshacerlas y ahogarles. Tumbalá lo negó «con tal aire de honradez y de verdad» (según cuentan las crónicas) que Pizarro se dio por satisfecho, aunque, para una mayor seguridad, dispuso que junto a cada uno de los indios remeros fuera un español con la espada desenvainada.
La isla de la Puná estaba, según reflejan las crónicas, habitada por una raza esforzada y belicosa, tenía varios pueblos y se hallaba gobernada por seis caciques, supeditados al control de un Cacique principal, en este caso Tumbalá, y con una población que ascendía, aproximadamente, a unos veinte mil individuos. Contaban con bosques frondosos en diversos puntos de la isla y una gran parte de ella se encontraba cultivada con grandes sementeras de maíz, huertas de cacao y otras plantaciones, aunque su mayor riqueza se encontraba en el comercio de la sal, con la que los isleños comerciaban tanto con distintos puntos de la costa como del interior y de la sierra.
Los indígenas de la Puná se encontraban subyugados bajo el poder del incario, lo que no era de su agrado, manteniendo un estado de guerra latente con sus vecinos de Túmbez.
Ante esta situación Pizarro, que pensaba en esta última como la puerta del imperio peruano, planeó granjearse su amistad a costa de los punáes, aunque sin cerrar la posibilidad de contar con éstos en caso de tener que controlar a los tumbecinos por la fuerza de las armas.
Comenzó su plan arrebatando a sus anfitriones ropas, comida, mujeres y elementos de adorno; más adelante liberó a 600 prisioneros que se encontraban en la Puná, haciéndolos regresar a Túmbez. Asimismo colaboraron con incursiones de estos últimos a la isla para arrasar los sembrados y quemar los bosques.
Los indios intentaron varias veces emboscar a los españoles, aunque sin resultado ninguno, salvo la captura de Tumbalá y otros diecisiete señores que estaban reunidos preparando la guerra a los españoles. Pizarro puso en manos de los tumbecinos a estos señores locales que fueron decapitados, mientras que conservó la vida a Tumbalá, aunque quedó hecho prisionero.
Todo ello provocó el estallido de la guerra entre los punáes y los españoles. Combate desigual en el que los indígenas lo tenían todo perdido, pese a lo cual su resistencia es digna de resaltar.
Durante veinte días los españoles estuvieron batallando en dos frentes: uno en el campamento de tierra y otro en el mar, donde tenían que defender los navíos de los intentos de hundimiento por parte de conjuntos de balsas. Paralelamente se iban quemando las sementeras y las familias abandonaban la isla.
En un intento de dominar una situación comprometida, Pizarro liberó a Tumbalá esperando calmar a los isleños. Sin embargo nada consiguió, y la situación se habría vuelto trágica de no haber aparecido en estos momentos Hernando de Soto, que ha pasado a los anales históricos como descubridor del río Mississippi y conquistador de la Florida, amigo de Pizarro y Almagro, llegado desde Nicaragua con refuerzos para ayudar a éstos en su empresa, atraído por las noticias que de la maravillosa riqueza del Perú habían llegado hasta allá.
A partir de estos momentos Pizarro no pensó más que en salir de la Puná, donde llevaban más de seis meses, y en la que habían recogido puntuales noticias de la riqueza, condiciones, recursos del imperio, así como del estado de guerra civil en que se encontraba el incario. Además, la resistencia indígena que iba mermando el aguante de los españoles, las enfermedades que habían proliferado entre la tropa y el escaso botín habían sembrado el desaliento. Por ello dio órdenes para aprestar las balsas de los indios y los navíos que había fondeados y poner rumbo a Túmbez, donde tan buena acogida tuvieron en su primer viaje y en donde esperaban encontrar fieles aliados.
En seis meses que estuvieron los españoles en la Puná la isla pasó de ser un territorio floreciente y densamente habitado a ser un terreno asolado y yermo, y con una población ampliamente diezmada.
Entre la Puná y Túmbez mediaban unas doce leguas que, en las balsas de los indios, se recorrían en dos días, aprovechando los reflujos de las mareas. En las balsas acomodaron toda la impedimenta y pusieron a los enfermos, mientras que los caballos y la demás gente debían trasladarse en los navíos. De esta manera abandonaron los españoles el territorio ecuatoriano y se cierra la primera fase de conquista, aunque no de asentamiento, puesto que aunque en él habitaron durante bastante tiempo, no fundaron ninguna colonia estable.
La segunda fase, y definitiva, de la conquista del Ecuador se produce tras la caída del Tahuantinsuyu y una vez muerto Atahuallpa a manos de los españoles, teniendo como su principal representante a Sebastián de Belalcázar.
Pizarro, poco antes del asesinato de Atahuallpa, encomendó a Belalcázar, hombre de su entera confianza, ir hasta San Miguel (Piura), donde había un campamento de los españoles en el que se encontraban los enfermos y heridos, pese a que pomposamente Pizarro y las crónicas hablen de él como de una «colonia», lo que indicaría la existencia de un asentamiento estable, que no será tal hasta tiempo más tarde, y no en el mismo lugar en el que en un primer momento se asentó.
En San Miguel, que se tenía como entrada para las recién descubiertas provincias de Perú, Belalcázar tenía como misión organizar la vida de la colonia, controlar su desarrollo y el estado de sus moradores y vigilar por los intereses de Pizarro, estorbando la llegada de aventureros, que atraídos por los tesoros de Perú llegaban para internarse en el país y hacer descubrimientos por su propia cuenta, sin subordinación a la autoridad que le había conferido el Emperador. Tras su salida de Cajamarca, Belalcázar se encontraba ya, en noviembre de 1533, ejerciendo el cargo que Pizarro le había encomendado.
Estando en este puesto le llegaron noticias de la expedición organizada por otro insigne conquistador, Pedro de Alvarado, en esos momentos Adelantado de Guatemala, y cuyo destino era el Reino de Quito.
Alvarado en un primer momento, como así se lo comunicó al Emperador, tenía la intención de encontrar las islas de la Especiería, pasando por el Estrecho de Magallanes, poblando todos aquellos territorios y tomándolos bajo el control de la Corona. Hay que tener presente que no era un conquistador como los otros, que iba a un punto fijo, a un territorio dado; su propósito era descubrir, lo que encontrara, teniendo como única limitación el no hacerlo en tierras ya dadas a otros conquistadores. De esta manera se comprenderá lo voluble de su ruta, sometida no sólo a las variaciones de su propio ánimo, sino del de sus compañeros y de los accidentes del viaje.
De hecho, sus propósitos hasta el 18 de enero de 1534, según carta suya al Rey, eran «desde los XIII hasta los XX grados (...) descobrir todos los secretos deste ollar (de esta orilla) y las Islas de Tierra Firme; y donde más convenga conquistar y poblar (...) que demás de lo preferido, imbiare dos naos para este efecto, echar a navegar e calar el Estrecho [de Magallanes], para por este derrotero, pues las cosas desta parte y de aca, tengan ordinarias relaciones». Sin embargo, tras unirse al grupo expedicionario en ciernes el piloto Juan Fernández, ex-socio de Belalcázar, e informar que se tenían noticias suficientes para asegurar que «en el Quito» había grandes riquezas, y que aquella provincia no estaba ocupada por Pizarro, pues estas tierras no caían en la demarcación para él realizada por la Corona, Alvarado decidió cambiar el rumbo de la expedición y dirigirla hacia estas regiones, apoyándose además en la idea de que de esta manera ayudaría a Pizarro y Almagro en el control de tan extensos territorios. La partida de la expedición se verificó el día 23 de enero de 1534, navegó con tranquilidad hasta el 25 de febrero momento en el que, llegando a las costas ecuatorianas, tropezó con las dificultades que a la navegación pone la corriente antártica, con la que luchó durante tres días, con dirección al Sur, hasta que arribó en la Bahía de Caráquez.
Paralelamente Belalcázar, sabedor de la expedición de Alvarado, reunió un grupo de unos doscientos hombres y unos setenta caballos y, sin esperar órdenes de Pizarro, acometió la empresa de conquistar el Reino de Quito, que caía dentro de los límites del gobierno señalados por la Corona a Pizarro, pero que una vez conquistado podría abrir el campo para nuevas empresas de descubrimientos y conquistas. Sobre la fecha de su salida hay dudas, pues algunos investigadores, como González Suárez la colocan a fines de 1533, mientras que otros, como Jiménez de la Espada, lo hacen en abril de 1534. Nosotros, al igual que Jijón y Caamaño, pensamos que ésta debió concretarse en los últimos días de febrero de 1534, ya que Pizarro creía que llegaría a Quito antes que Alvarado que, como hemos visto, por estas fechas se encontraba en la Bahía de Caráquez.
Belalcázar hizo uso de una excusa, aparte del hecho de la expedición de Alvarado, para iniciar su propia empresa de conquista: grupos indígenas cañaris, enemigos de Atahuallpa y, por tanto, relacionados con Huáscar, solicitaron de los españoles la ayuda necesaria para controlar a Rumiñahui (Ati II Pillahuaso) que se había hecho fuerte en el interior.
Sin embargo, y antes de continuar con la relación de la conquista de estos territorios, vamos a hacer mención del estado en que se encuentran los señores serranos, relacionados con Atahuallpa, a la muerte de éste. Rumiñahui, natural de Quito y también hijo de Huayna Cápac, se encontraba en Cajamarca cuando llegaron los españoles y estuvo presente en la embajada que llevó a Atahuallpa, Hernando Pizarro en nombre de su hermano. Tras conocer la noticia de la captura de su hermano Atahuallpa, Rumiñahui emprende una marcha apresurada hacia Quito, alzándose con el mando en previsión del funesto fin que aguardaba a su soberano. Organizó la defensa del territorio, animando a la guerra a los abatidos quiteños que habían quedado, tras la salida de Atahuallpa en la guerra contra su hermano, gobernados por un tío suyo, Cozopangui, que también tutelaba a los hijos de Atahuallpa.
Tanto Cozopangui como Quilliscacha, hermano menor de Atahuallpa, son depuestos, haciéndose Rumiñahui con el control de hombres y tierras. Quilliscacha marcha hacia Cajamarca con gran cantidad de objetos de oro y plata para el rescate de su hermano, sacados la mayor parte de los tesoros y la vajilla real. Llega hasta la ciudad, pero no tiene valor para ver a su hermano en prisión, por lo que inicia rápidamente el regreso a Quito. Poco después de su llegada a la ciudad le llega la noticia de la muerte de Atahuallpa, y sabedor del deseo de su hermano de ser enterrado en el sepulcro común de los Scyris, sus antepasados, tomó las medidas oportunas para rescatar su cadáver de donde lo habían enterrado los españoles y llevarlo a Quito.
El cadáver de Atahuallpa llegó a Liribamba, capital de la provincia de los Puruháes, grupo que habitaba lo que es ahora la provincia del Chimborazo. Esta nación era totalmente adicta a Atahuallpa y su familia, porque en ella se juntaba la sangre real de los Duchicelas (señores de aquella etnia) con la de los Scyris (señores de Quito). Hasta allí salió a recibir el regio cadáver Rumiñahui, con todo su ejército y la familia real. Se celebraron los funerales con toda la pompa y boato exigidos por la ocasión y se camufló totalmente la zona del enterramiento para que no pudiese ser encontrada.
Tras unos días de duelo en los que se celebraron gran cantidad de ceremonias fúnebres, se acometieron los preparativos para la guerra que se avecinaba contra los conquistadores españoles. Se forjaban nuevas armas y se aprestaban las antiguas, mientras que los sacerdotes consultaban los oráculos y con grandes sacrificios de sangre conjuraban a sus dioses. Así prevenidos estaban los indígenas cuando Belalcázar apareció en los límites del reino, en su carrera con Alvarado por la conquista.
LA EXPEDICIÓN DE BELALCÁZAR. Como ya quedó dicho, Belalcázar sale de San Miguel a finales de febrero de 1534. La primera etapa del viaje les llevó hasta Carrochabamba, donde fueron bien recibidos; continuaron viaje a través de despoblados, remontaron una zona de la cordillera, yendo a dar con el camino real de los Incas, en la provincia de Loja, habitada por las pacíficas tribus de los Paltas. De ahí, teniendo noticias de que cerca se encontraba el territorio de los Cañaris, Belalcázar se adelantó con treinta caballos, dejando al resto de la tropa bajo el mando del Capitán Pacheco. Allí se encontraba Chiquitinta, uno de los generales de Rumiñahui, con la intención de obstaculizar el paso a los españoles. Sin embargo, asombrosamente, a la llegada de éstos huyó hacia las tierras del Chimborazo, donde se encontraba Rumiñahui con el grueso del ejército. La fuga de la avanzadilla quiteña dejó a los españoles abierto el camino a Tomebamba, donde fueron recibidos y agasajados por Chaparra, uno de los principales caciques cañaris, quedando el ejército aposentado en este lugar durante ocho días.
La nación Cañari, compuesta por diversas tribus que habitaban la hermosa provincia de Azuay, no sólo no se opuso a los castellanos, sino que les apoyó en sus intereses, recibiéndolos en paz, sirviéndoles de guías en los caminos desconocidos para los españoles; de hecho se dice que Chaparra obsequió a Belalcázar con un plano de las provincias de Quito para que le sirviera de guía en su campaña de conquista, y unió su ejército al de los españoles para vencer a sus enemigos, a cuyo frente se alzaba Rumiñahui. Hemos de recordar que la etnia cañari era de la total confianza del Inca del Cuzco, que apoyó a Huáscar y que por esa razón fue duramente castigada por Atahuallpa en su periplo conquistador.
De hecho, según reflejan las crónicas, los cañaris al tener constancia de que Rumiñahui preparaba un poderoso ejército para hacer frente a los conquistadores, temerosos de la suerte que podrían correr caso de sucederse la victoria de los quiteños, mandaron emisarios a San Miguel pidiendo a Belalcázar que fuese en su auxilio y ofreciéndole su alianza para la conquista del territorio. Este, contando con las gentes que habían llegado desde Nicaragua y Panamá y con los ejércitos cañaris, aceleró su salida de San Miguel.
Los cañaris guiaron a los de Belalcázar hasta Azuay, pasaron el nudo de la Cordillera y se asentaron en el valle de Alausí, frente a frente con las avanzadas de los ejércitos de Rumiñahui, que había mandado abrir profundos agujeros con aguzadas estacas en su suelo y sutilmente camuflados en los desfiladeros de la cordillera, allí por donde debían pasar los españoles. Sin embargo, los cañaris descubrieron la celada, por lo que Belalcázar determinó levantar el campamento durante la noche y pasar hasta las llanuras de Tiocajas.
Aquí tuvieron ambos ejércitos un primer enfrentamiento, en el que murieron unos setecientos indios por parte de los quiteños y más de cuatrocientos por parte de los cañaris, así como cuatro jinetes españoles con sus caballos, contando también con una gran cantidad de heridos por parte de los conquistadores. La situación militar era la misma que antes del choque, pero ni los indios se atrevían a atacar con tanta vehemencia, ni los españoles se sentían tan seguros de su victoria gracias a la supremacía de sus armas que se veían abrumadas ante la avalancha de guerreros indígenas.
Estando en esta tesitura, un español llamado Juan Camacho dijo que un indio que con él iba conocía un camino para salir del lugar donde se encontraban, llevándoles hasta Riobamba. Así, nuevamente durante la noche los españoles parten del campamento burlando la vigilancia de los quiteños. Estos, al percatarse de la marcha de los españoles, les persiguen, siendo localizados cerca de Riobamba por una avanzadilla del ejército (recordemos que el ejército de Rumiñahui era muy numeroso y, por tanto, se movía con lentitud) que asalta a la retaguardia hispana compuesta por unos treinta jinetes, a los que Belalcázar tiene que enviar ayuda para contrarrestar el impulso indígena. En esta situación se llegó hasta la noche, retirándose los quiteños y velando toda la noche los españoles.
Una nueva emboscada había sido preparada por Rumiñahui en esta zona, pero Belalcázar y los suyos pudieron librarse gracias a la ayuda de un quiteño llamado Mayu al que Rumiñahui había convertido en eunuco y que en venganza comunicó a los españoles como, sabedores del mejor manejo hispano de la caballería en el llano, Rumiñahui había jalonado de nuevos huecos con estacas todo el llano que frente a ellos se abría, y al que los ejércitos quiteños tenían la intención de desplazar. Belalcázar, gracias a esta información, se separó del camino y marchó por un estrecho collado muy dificultoso para hombres y animales, pero que dio con ellos en Riobamba. Mientras tanto se produjeron un sinfín de pequeñas refriegas que fueron minando la resistencia de ambos ejércitos, aun cuando los españoles pudieron descansar en torno a los diecisiete días ya que encontraron abundancia de comida y agua, así como algo de oro.
Sin embargo, nuevamente la fortuna se alió con los españoles ya que la erupción de un volcán (los investigadores no se ponen de acuerdo sobre si fue el Cotopaxi o el Tungurahua, aunque es posible que esto no sea más que un elemento de ficción narrativa), cuando ambos ejércitos se encontraban enfrentados, sembró entre los indígenas el desconcierto haciendo que amainase el creciente bloqueo a los españoles (los cuales por otra parte también debieron sufrir una fuerte impresión, aunque las crónicas sólo dicen que este espectáculo les llenó de asombro).
Tras estos días de descanso en Riobamba, Belalcázar partió con dirección a Quito, dejando como custodia de la ciudad treinta hombres al mando del capitán Ruiz Díaz Rojas. Sin embargo, al poco hubo de regresar en auxilio de éstos ya que los quiteños, viendo su escaso número trataron de asaltar la ciudad y matarlos. La llegada de éste los desconcertó y los hizo retirarse con lo que los españoles pudieron continuar con su marcha.
Esta continuó siendo muy penosa dadas las continuas escaramuzas de los indígenas, algunas de ellas de entidad, como es el caso de Ambato «en el río de Panzaleo, antes de Latacunga» y en Uyumbicho, donde los indígenas se fortificaron creando una gran resistencia a los españoles. Éstos llegaron finalmente a la ciudad de Quito, llenándoles de desaliento ver como ésta había sido, en gran parte, reducida a cenizas.
Rumiñahui, viéndose vencido en Tiocajas y Riobamba, marchó aceleradamente hacia Quito con el ánimo de ocultar los tesoros que había en la ciudad y destruir de ella lo que pudiese. Asimismo, dio muerte a las vírgenes dedicadas al Sol y a gran cantidad de miembros de la familia real, entre los que se cuentan mujeres e hijos de Atahuallpa, así como a Quilliscacha, también hermano del anterior, al que después de muerto sacó los huesos mandando confeccionar con el resto un tambor, de tal manera que la piel del tórax y estómago era la parte superior de éste, la de la espalda la base y cabeza, piernas y brazos colgaban del cuerpo del tambor, para escarmiento de aquellos que se opusiesen a sus decisiones. Todo esto ocurría a mediados del año de 1534. La defensa de Quito, tras la toma de Riobamba, es realizada por los Panzaleo: Zopazopangui, cacique de la región al Norte de Ambato y Muliambato; Tucomango, señor de Latacunga; Quingalumba, jefe de los Chillos, y el propio Rumiñahui. Esta actitud contrasta con la aparente indolencia de los Caranquis. De hecho, Rumiñahui pretende el trono de Atahuallpa, por ello mata al hermano de éste junto a algunas de sus esposas y captura a sus hijos. Ante esta situación, Jijón se pregunta, acertadamente, si acaso Rumiñahui no sería hijo de Huayna Cápac y de una hija del Ati Panzaleo, como Atahuallpa lo era de una heredera del Ango de Caranqui.
Belalcázar, tras descansar en la ciudad unos días, continuó hacia el Norte en persecución de Rumiñahui, que se había aposentado en Yumbos, aunque marchó de allá cuando Belalcázar envió al capitán Pacheco con «cuarenta infantes de espada y rodela». Rumiñahui sigue rehuyendo el combate, apoyado por la información que recibe desde el interior de la ciudad. Mientras tanto prepara un asalto a la ciudad contando con los señores arriba mencionados.
Este ataque a la ciudad estuvo precedido de un juego de estrategias ya que Belalcázar, sabedor de que Rumiñahui era informado de todo lo que pasaba en la ciudad, mandó realizar una maniobra de distracción a gran parte del ejército, dando la impresión de dejar una pequeña guarnición en la ciudad. Rumiñahui, al recibir la noticia, reunió a sus allegados y atacó la ciudad entrada la tarde, que se encontraba defendida en primera instancia por los cañaris, mientras que la caballería española se mantuvo a la espectativa, no saliendo de sus escondites hasta el alba, momento en que viendo el terreno acabaron por desbaratar el ataque, por otro lado ya controlado y superado por los cañaris. Rumiñahui volvió a tomar el camino hacia la cordillera oriental, dejando atrás gran cantidad de joyas de oro y plata, así como de mujeres de alto rango.
Durante varios días los españoles recorrieron la región en busca de los codiciados «tesoros del Inca» que, según se decía, Rumiñahui había mandado esconder. Se dirigieron al Norte, por los pueblos que había en las faldas de la Cordillera Oriental, encontrando resistencia en Quinche, en donde mandaron degollar a la población, como escarmiento, por haber encontrado sólo mujeres y niños. De aquí pasaron a Cayambe y Caranqui, en donde también recogieron algo de oro, pero insuficiente para satisfacer su codicia.
Belalcázar debía encontrarse en Caranqui cuando recibió la orden de Almagro de volver rápidamente a Quito, para junto con él, impedir a Alvarado, que ya había desembarcado en Manabí, que ocupara esas provincias.
Almagro recibió el encargo de Pizarro de marchar hacia Quito cuando se encontraba en Vilcas persiguiendo a Quizquiz, uno de los más valerosos generales de Atahuallpa, tras derrotarle días antes en el Cuzco, y bajar éste hacia Jauja, donde sabía que había pocos españoles, con Riquelme a la cabeza, custodiando los tesoros que aún no habían sido repartidos. Los españoles se defendieron con bravura y Quizquiz siguió su marcha hasta refugiarse en Huancabamba.
Una vez llegado a Jauja, Almagro partió hacia San Miguel de Piura en donde reunió alguna gente y marchó hacia Quito. En Riobamba tuvo que combatir contra un pequeño ejército, pero lo venció sin mucha dificultad y, finalmente, llegó a Quito desde donde mandó las ya citadas órdenes a Belalcázar.
Cuando éste llegó a Quito, Almagro le reconvino por marchar hacia estas tierras sin contar con el permiso de Pizarro, lo que provocó una fuerte discusión que se zanjó tanto por la prudencia de Almagro, como por la necesidad de hacer causa común ante el avance de Alvarado. De mutuo acuerdo decidieron retroceder hasta Riobamba donde mejor podrían oponerse a éste. A esta población llegaron en los primeros días de agosto de 1534.
Almagro tuvo en Chambo un enfrentamiento con un importante contingente indígena al que logró reducir capturando, entre otros, a su cacique principal el cual, tratado sagazmente por Almagro, se sometió a los españoles de buena gana, indicándoles cómo podrían vencer a Rumiñahui. Cuando los conquistadores se disponían a ir tras él, llegaron unos indios a dar aviso al cacique de Chambo, y con ello a los españoles, que otro grupo de extranjeros, también blancos y barbados, habían asomado por las alturas de la provincia de Ambato y andaban persiguiendo a sus moradores. Se trataba del ejército de Alvarado.
Escogió Almagro a un hombre de su confianza, Lope de Idíaquez y le mandó con ocho de a caballo en busca de este contingente de españoles. Éste se dirigió al Norte, y en la comarca de Mocha fue sorprendido por la avanzadilla de Alvarado. Los de Almagro fueron apresados y llevados ante el Adelantado de Guatemala del que recibieron un excelente trato, devolviéndoseles la libertad y sus armas y declarando que había venido para apoderarse del Cuzco, el cual no le pertenecía a Pizarro por estar fuera de los límites de la Gobernación que le había asignado el Emperador.
Almagro y Belalcázar resolvieron hacer requerimientos de paz a Alvarado y, para hacer valer sus derechos, fundar inmediatamente una ciudad, lo que se verificó el día 15 de agosto de 1534 con la fundación de la ciudad de Santiago de Quito, en una llanura a poca distancia del lago de Colta. Se constituyó el Ayuntamiento, nombrando Almagro al Alcalde y demás regidores. Esta fue la primera población española que se realizó en territorio de la actual República del Ecuador de mano del Mariscal Don Diego de Almagro, en nombre y con autorización del Marqués Don Francisco Pizarro, Gobernador del Perú.
LA EXPEDICIÓN DE ALVARADO. Como ya quedó dicho, Pedro de Alvarado parte del puerto de la Posesión el día 23 de enero de 1534, arribando a tierras ecuatorianas el 28 de febrero del mismo año, en la Bahía de Caráquez. Los navíos con los que contaba Alvarado eran: un galeón de trescientas toneladas llamado San Cristóbal, uno de ciento setenta llamado Santa Clara y otro de ciento cincuenta el San Buenaventura, una nao de ciento cincuenta toneladas, una carabela de sesenta, un patache de cincuenta y otras dos carabelas más pequeñas. En ellos embarcaron quinientos soldados bien armados, doscientos veintisiete caballos y un importante número de indios auxiliares o de servicio. A media navegación, debido a una fuerte tormenta, hubieron de echar al mar unos noventa caballos con el fin de aligerar las embarcaciones, lo que les supuso el primer contratiempo de la expedición.
Al tomar tierra tuvieron noticias, por boca de algunos indios que capturaron, que hacía unos veinte días había pasado por allí «un tal Fernán Ponce, con muy mal viaje porque se le murieron todos sus caballos». Suponemos que este expedicionario era Hernando Ponce de León, compañero de Gabriel de Rojas, castellanos distinguidos en el cerco del Cuzco.
Tras descansar unos días en la Bahía de Caráquez se inició la marcha hacia Quito, aunque antes nombró a varios cargos de su ejército: Maese de Campo a Diego de Alvarado; Capitanes de Caballería a Gómez de Alvarado, Luis Moscoso y Alonso Enríquez de Guzmán; de Infantería a Benavides y Lezcano; y por Justicia Mayor al Licenciado Caldera.
El piloto Juan Fernández se encargaría de reconocer la costa, tomando posesión de todos los puertos por Alvarado y en nombre del Emperador, mientras que él mismo, con un grupo de a caballo pasó a reconocer el puerto de Manta. De esta manera inició su expedición.
Alvarado, sin embargo, no llevaba sólo un ejército, sino que «acarreaba» con una verdadera población compuesta de soldados, mujeres, esclavos negros y gran cantidad de indios, traídos en gran parte de Guatemala, a los que se unían los que iba capturando en las costas de Manabí. Su destino era Quito, atraídos por la fama de sus riquezas, pero sin seguir una ruta fija, sin un rumbo conocido, así es que, aun siendo corta la distancia que hay entre Quito y la provincia de Manabí, Alvarado tardó unos cinco meses en salir de los bosques del litoral a los llanos interandinos del Ecuador.
A dos jornadas de su partida llegaron a una población que denominaron de la Ramada, de ahí continuaron hasta Jipijapa donde obtuvieron un buen botín de joyas y adornos de oro, así como de esmeraldas. A esta población le dieron el nombre de El Oro. La tercera población la llamaron las Golondrinas, «por el número de ellas que vieron», lugar éste en el que se fugaron los guías, lo que les puso en un aprieto. El capitán Moscoso salió de avanzada y llegó hasta Chonana, donde encontraron alimentos y capturaron algunos indios para que hiciesen de guías.
Estando en esta situación, Alvarado envió a su hermano Gómez a que, con tropa de pie y a caballo, fuera al Norte en busca de nuevas rutas, mientras que Benavides realizaba la misma labor por Levante. Uno de los exploradores localizó el río Daule, y por él fueron a salir a la zona de Guayas, y descendiendo en balsa por éste llegaron hasta Guayaquil.
Nuevamente volvieron a subir por el Daule con dirección Norte, perdiéndose en lo intrincado de la selva tropical, en la que padecieron hambre, sed, cansancio y, esporádicamente, ataques de indios que les salían al paso al acercarse a sus poblaciones o rancherías. El ambiente hostil y las distintas carencias hicieron que en la expedición cundiese el desánimo, sobre todo cuando tenían que esperar días y días en parajes inhóspitos la llegada de las avanzadillas que buscaban caminos para salir de esta «mala tierra». En estas circunstancias se encontraban cuando, según las crónicas, se produjo la erupción del volcán (ya hemos dicho que no está claro si ésta se produjo, y que de haberse producido, fuese debida al Cotopaxi o al Tungurahua), cubriendo con tierra y ceniza árboles y suelo, por lo que, por ejemplo, para dar de comer a los caballos había que escarbar para localizar la hierba e incluso lavarla para que pudiese ser consumida.
Días más tarde, el Capitán Diego García de Alvarado, que iba de avanzadilla, mandó a su hermano la noticia de haber encontrado buena tierra, junto con 25 llamas de un rebaño con las que paliar el hambre de los expedicionarios. Habían llegado a uno de los repechos occidentales de la cadena occidental andina, pero, para llegar a las llanuras y valles interandinos donde estaban las grandes poblaciones indígenas, todavía les faltaba ascender a las cimas y páramos, para posteriormente bajar nuevamente al poblado callejón interandino.
Al pasar la expedición por las grandes alturas de la cordillera, las encontraron llenas de nieve, caída durante los meses de junio y julio, siendo en agosto cuando pasaron los de Alvarado. La niebla densa, el frío intenso en algunos momentos, la falta de alimentos y otras penalidades habían menguado la resistencia de los expedicionarios. Los españoles, más robustos y mejor vestidos, resistían mejor el frío y el hambre, pero los indios, apenas mal cubiertos, sin abrigo y cansados, morían ante tan dura prueba.
El resultado final de este esfuerzo fue la muerte de quince castellanos, seis mujeres, varios negros y muchos indios, en el paso de la cordillera, que los españoles llamaron los Puertos Nevados.
Los indios de la zona, convenientemente avisados de la llegada de este grupo de invasores, les salieron al paso armados y lograron matar a un español y quebrar el ojo a otro. Desmoralizados llegaron al pueblo de Pasa y de allí pasaron al de Quisapincha, en la zona de Ambato. Allí pasó Alvarado revista a sus tropas, constatando la muerte de ochenta y cinco castellanos y gran parte de los caballos, teniendo gran cantidad de enfermos y un cierto número que habían quedado ciegos después del paso de la cordillera, debido a la refracción de la nieve.
Tras varios días de descanso en las altiplanicies de Ambato, bajan de Quisapincha y encuentran el gran camino del Inca, así como huellas de caballo. Estas han sido dejadas por los hombres de Almagro y Belalcázar en su camino desde Quito hasta Riobamba. Poco después se producirá el primer contacto, tras la captura y posterior liberación de Lope de Idíaquez, ya relatada.
LA RESOLUCIÓN DEL CONFLICTO. Alvarado, tras liberar al citado Lope de Idíaquez, manda con éste una carta a Pizarro y Almagro en la que, con términos muy discretos, protesta por la mala interpretación de sus intenciones ya que éstas eran conquistar las tierras que cayesen fuera de la gobernación asignada a Pizarro.
Almagro, conocidas las intenciones expresadas por Alvarado, y tras consultar con Belalcázar, el presbítero Bartolomé de Segovia, Ruiz Díaz y Diego de Agüero y otros de los suyos, mandó a estos tres últimos citados con un mensaje para Alvarado en el que, aparte de loar su condición de buen caballero, por lo que creía fielmente en lo expresado en su carta, le informaba que aquellas tierras eran de la jurisdicción de la Gobernación de Pizarro y que el mismo Almagro aguardaba por momentos sus despachos para gobernar las tierras que caían al Este, fuera de los territorios señalados a su compañero.
Los mensajeros encontraron a Alvarado camino de Riobamba, el cual mandó recado de que daría su contestación con propios mensajeros puesto que tenía que pensar sobre lo que se le comunicaba. Una vez llegado a Mocha envió a Martín Estete para pedir a Almagro que le proveyese de intérpretes y le asegurase el camino, porque quería descubrir y pacificar las tierras que estuviesen fuera de la Gobernación de Pizarro.
La contestación fue negativa, aduciendo Almagro que debido al paso de un ejército tan numeroso por tierras recién pacificadas, habría unas grandes carencias de alimentos y otros «bastimentos» que no podrían ser subsanados, y que no acarrearían más que problemas que se sumarían a los ya existentes por la reciente conquista.
Mientras tanto, se está produciendo entre los mandos de ambos ejércitos un intento de ganarse la fidelidad del contrario. De esta manera Felipillo, intérprete de Almagro, se pasa al bando de Alvarado, informándoles de las medidas defensivas tomadas, el número de armas con las que contaban, e incluso apunta el plan de quemar el terreno en torno a Almagro para obligarles a salir de su atrincheramiento. Por su parte Antonio Picado, secretario de Alvarado, se pasa a los almagristas, refiriendo no sólo la situación de las tropas contrarias, sino también los informes e ideas que Felipillo había hecho valer ante Alvarado.
La fuga de su secretario terminó de decidir al Adelantado a atacar a Almagro. Con el estandarte real desplegado y en actitud guerrera, con cuatrocientos hombres bien armados, marchó hacia Riobamba. Almagro dispuso que Cristóbal de Ayala, Regidor de la recién fundada ciudad, junto con el escribano, saliesen al encuentro de Alvarado solicitando depusiese su actitud. Este, sin darse por aludido, exigió la entrega de Antonio Picado puesto que era su criado. Almagro, no cediendo, respondió que Picado era libre y que nadie podía obligarle contra su voluntad.
Alvarado, viendo la resolución de Almagro y lo inevitable de la lucha, sin una predisposición a la paz, optó por dar el primer paso para ésta enviando al Licenciado Caldera y a Luis Moscoso. Estos sólo consiguieron que se les permitiese el alojamiento a poca distancia de Riobamba. Esto le sirvió a Almagro para, con un ardid, aparentar tener más tropa de la que en realidad había y terminar de decantar a su favor las aspiraciones de paz entre españoles.
El único problema era sacar a Alvarado dignamente de la situación, dada su condición de Adelantado Real y organizador de la expedición. Para ello el Licenciado Caldera y Fray Marcos de Niza fraguaron un plan de paz honroso para ambos contendientes. Tendrían una conferencia en la que arreglasen sus rencillas, haciendo que éstas pareciesen no cosa personal sino distintos puntos de vista sobre cómo hacer el mejor servicio al Rey. Paralelamente, y en días posteriores, se trató sobre una compensación económica a Alvarado por los gastos ocasionados en el apoyo a los actos de conquista. Esta quedó fijada en cien mil pesos oro por los buques y otros implementos que deberían quedar a beneficio de Pizarro, regresando el Adelantado con aquella tropa que quisiese a Guatemala, mientras que los que quedasen, con su rango, entrarían a formar parte del ejército de Pizarro y Almagro.
EL FIN DEL MUNDO INDÍGENA. Almagro, pese a haber solventado los problemas con Alvarado, tenía prisa por acelerar la marcha de éste, por lo que necesitaba partir hasta donde se encontraba Pizarro a fin de realizar el pago acordado. Sin embargo, y dentro de la política de control que había empezado a desarrollar, procedió previamente a la fundación de una nueva población hispana, San Francisco de Quito, localizada «en el sitio e asiento donde está el pueblo que en lengua de los indios aora se llama Quito», llevándose a cabo ésta, con cierta solemnidad, el 28 de agosto de 1534 por parte de Diego de Almagro en nombre del gobernador Francisco Pizarro.
Creó el cabildo que había de regir los destinos de la proyectada población, nombrando Alcaldes al Capitán Juan de Ampudia y a Diego de Tapia, y Regidores a Pedro de Puelles, Juan de Padilla, Rodrigo Núñez, Pedro de Añasco, Alonso Hernández, Diego Martín de Utra, Juan de Espinoza y Melchor de Valdez. Asimismo resolvió dejar en Quito a Belalcázar con un total aproximado de cuatrocientos cincuenta hombres, confirmándole en su cargo de Teniente de Gobernador, por mandato de Pizarro, con plenos poderes para pacificar todas las tierras de la banda equinoccial en nombre de Su Majestad.
Definitivamente Almagro y Alvarado se pusieron en camino hacia Pachacamac, donde se encontraba Pizarro. Habiendo llegado a un punto en el que con el tiempo se fundaría la ciudad de Cuenca, recibieron noticias de que Quizquiz, con un ejército de entre doce y quince mil hombres, marchaba hacia Quito, llevando una vanguardia de unos dos mil hombres al mando de Sota-Urco, un cuerpo central de ejército, el más numeroso, y una retaguardia compacta a unas tres leguas de distancia. De hecho, según las crónicas, este ejército así dividido ocupaba un espacio como de quince leguas. Asimismo, Quizquiz traía consigo muchas cargas de oro y vituallas, así como un gran número de gentes a su servicio.
En Chaparra los españoles se encontraron a la vanguardia de este ejército, que pudo ser vencido con cierta facilidad debido a la habilidad guerrera de Alvarado. El propio Sota-Urco fue hecho prisionero, sabiendo gracias a él los planes de campaña de su superior, así como su localización. Para dar con él y cogerlo por sorpresa debían ir muy rápidos y «caminar mucho y en camino tan pedregoso» que tuvieron que parar a herrar los caballos.
Finalmente, al día siguiente por la mañana descubrieron el campamento de Quizquiz, pero éste no quiso presentar batalla, de modo que partió el cuerpo central del ejército en dos grupos, uno a su mando y el otro controlado por Huayna-Palcón, también hermano de Atahuallpa, quien se dirigió a lo más agreste de la Sierra, mientras que Quizquiz tomaba la dirección opuesta.
La gente de Almagro cercó a la de Huayna-Palcón, aunque éstos se encontraban en una situación privilegiada, ya que se protegían por unos riscos en lo alto de una pendiente, desde la que tiraban rodando piedras de gran tamaño. En la noche los indios burlaron el control español, yendo a reunirse con Quizquiz.
Los españoles continuaron camino, topando con la retaguardia del ejército de Quizquiz, que les opusieron una gran resistencia a las orillas de un río, aunque poco a poco fueron controlando la situación pudiendo continuar viaje hasta la localización de Pizarro.
Belalcázar, mientras tanto, con trescientos hombres armados del grupo dejado con él por Almagro, iniciaba una nueva campaña con el fin de redondear la conquista de los nuevos territorios. Es el mes de septiembre de 1534.
Cuando todavía estaba en Riobamba recibió una embajada de un Cacique llamado Chamba, que se le rendía voluntariamente junto con todos los indios de su comarca, prometiendo cuidar de un grupo de españoles que habían llegado enfermos al territorio, y partiendo él mismo con un numeroso grupo para engrosar los ejércitos de los castellanos. Sin embargo, una mañana se percataron de que sus tiendas estaban vacías, habiendo huido por la noche. Belalcázar mandó a Juan de Ampudia con ocho de a caballo al pueblo de éstos, donde habían quedado los españoles enfermos. Al llegar allí los encontraron arrodillados en la plaza esperando una muerte segura. La partida española cargó contra los indígenas con gran fiereza, capturando gran cantidad de indios entre los que se contaba el Cacique. Ampudia, haciendo gala de una especial saña, los mandó quemar vivos.
Rumiñahui, por su parte, se encontraba en la comarca de Píllaro, hacia un lado del camino real, donde en una zona rocosa se había hecho fuerte. Belalcázar, con buen tino, determinó sitiar a los indios, ya que no quería dejar enemigos poderosos a sus espaldas. El mismo dirigió el sitio con gran parte de los soldados, mientras que otra parte, bajo el mando de Ampudia, iba a combatir a Zopozopangui, que se había hecho fuerte cerca de Latacunga. Aquí los españoles sufrieron bastante antes de conseguir reducir a los indios al tener que escalar la peña de noche para poder sorprenderlos. Zopozopangui huyó, pero pocos días después cayó en manos de Ampudia. Aunque rechazó en un principio la invitación de paz de los españoles aduciendo lo fácilmente que éstos la incumplían, poco después se presentó, junto con Quingalumba y otros caciques a quienes la defensa de sus territorios se les antojaba imposible.
Viendo Belalcázar la imposibilidad de hacerles bajar por la acción de las armas se decidió a atacar. Los dardos de los indios hacían poca mella en las corazas, pero las certeras piedras lanzadas con honda hirieron a bastantes españoles, algunos de consideración. Se había puesto el sol cuando Belalcázar con sus soldados iniciaron la ascensión de la roca y los indios, ayudados por la oscuridad de la noche, huyeron de ella tomando el camino hacia el Oriente. Al día siguiente continuaron la persecución de los fugitivos rastreando el camino por el que habían huido.
Estando en Píllaro mandó una compañía de a caballo rápidamente a Quito, bajo las órdenes de Diego de Tapia, para que pasara luego a las provincias del Quinche y de Pifo, donde intentaba fortificarse nuevamente Rumiñahui. La oportuna llegada de esta avanzadilla de ejército estorbó los planes de aquél, manteniendo tranquilos estos territorios.
El desánimo fue apoderándose de los indígenas, propiciando la labor de los conquistadores. De hecho, poco después el propio Rumiñahui fue hecho prisionero. Un soldado de a pie, Miguel de la Chica, lo encontró casualmente en una choza donde se había ocultado. Por los adornos de su vestido y su figura reconoció en él a un cacique y trató de hacerlo prisionero para hacerse valer ante Belalcázar. Como Rumiñahui se defendía con bravura acudió otro soldado de caballería, apellidado Valle, pudiendo entre los dos reducir a éste gran guerrero.
Quizquiz, mientras tanto, habiendo recibido la noticia de la captura de Rumiñahui y los tratos de paz de otros grandes señores, estaba indeciso, ya que mientras él quería retroceder para recuperar las fuerzas y reclutar más guerreros para enfrentarse a los blancos, otros muchos hablaban ya de rendición.
Al ánimo de Quizquiz le pareció indigno este modo de pensar y reprendió a sus compañeros, tachándoles de viles y cobardes. Airado Huayna-Palcón hirió a Quizquiz con una lanzada en el pecho y al momento otros señores indios, con porras y mazas, se abalanzaron sobre él colaborando en su asesinato. De esta manera acabó uno de los más esforzados generales de las huestes de Atahuallpa.
En el corto espacio de algunos meses el territorio que en las crónicas se conoció como el Reino de Quito había caído en manos de los españoles, siendo pacificado.
El día 6 de diciembre de 1534 Belalcázar entra nuevamente en Quito, esta vez ya como San Francisco de Quito, reuniendo al Cabildo y declarándolo instalado y en funcionamiento, haciendo inscribir ese mismo día a doscientos cuatro españoles que fueron los primeros pobladores de la ciudad. A continuación se llevó a cabo la distribución de solares entre los nuevos vecinos, eligiendo por término de medida ciento sesenta pasos para cada vecino, y asignando una cuadra para cada dos vecinos.
Finalmente, a mediados del año 1535, tras más de seis meses de cárcel y tortura, intentando inútilmente hacerle confesar dónde había escondido el «fabuloso» tesoro de Quito (¿llegaría a existir?), Rumiñahui es asesinado por los españoles.
EXPEDICIONES A LA AMAZONIA. Tras la conquista de los territorios del antiguo reino de Quito, las leyendas sobre El Dorado y Canelos cobraron nueva importancia. Resurgió el afán de descubrir nuevas tierras y conseguir un rápido enriquecimiento.
El Oriente de los nuevos territorios es uno de los focos de atención en estos momentos, pues se pensaba que estas tierras míticas se encontraban en esa zona de lo que conocemos como la selva amazónica. De hecho, el propio Atahuallpa durante su cautiverio en Cajamarca dio a conocer a los españoles el «Ishpingo», que es la flor de un árbol de la misma familia de los canelos de Sri Lanka, en Asia. Este árbol crece en las selvas del Oriente y su corteza da un producto aromático bastante parecido a la canela asiática.
Para comprender el interés de los españoles por la canela, debemos recordar que, al iniciarse la era moderna, las plantas que producían las llamadas especias (pimienta, clavo, orégano, canela, entre otras) eran muy apreciadas en el Viejo Mundo ya que se les atribuían propiedades extraordinariamente beneficiosas para los seres humanos.
La primera expedición a la zona oriental la realizó el capitán Gonzalo Díaz de Pineda, en el 1539. Penetró por Baños en busca del país de la canela, llegando hasta Sumaco, donde hallará la riqueza morena y odorante del ishpingo, fundando también la ciudad de Sevilla del Oro. Pese a esto, los resultados de la expedición de Díaz de Pineda no tuvieron mayor trascendencia desde el punto de vista del encuentro de bosques de canelo o de grandes cantidades de oro, pero se obtuvo el primer conocimiento geográfico de este territorio hasta entonces inexplorado.
Francisco Pizarro nombró como Gobernador de Quito a su hermano Gonzalo, tomando éste posesión del cargo el 10 de diciembre de 1540 ante el cabildo de la ciudad de San Francisco. De inmediato comenzó los preparativos de una gran expedición en busca de aquellos lugares ricos y fabulosos, situados según creía en la provincia de los Quijos, como se denominaba a la región situada al Este de Quito, al otro lado de la Cordillera Central. Estaba compuesta por 340 soldados, 4.000 indígenas, 150 caballos, un rebaño de llamas, 4.000 cerdos, 900 perros e innumerables provisiones, saliendo la expedición en los primeros días de marzo de 1541.
Al iniciarse la ascensión de la Cordillera Oriental (la que hoy llamamos Ramal Central), el frío y las copiosas nevadas, junto con el ataque de indios hostiles y el padecer un terremoto, dieron cuenta de un buen número de indios, así como de la salud de varios españoles. Su situación mejoró tras haber traspasado la cordillera, llegando a la primera población de los quijos, al pie del volcán Zumaco. En esta zona, junto al río Coca, se sumó a ellos Francisco de Orellana, llamado de su cargo de Gobernador de Guayaquil para ser lugarteniente de Gonzalo Pizarro en esta empresa. Francisco de Orellana había nacido, como los Pizarro, en la ciudad de Trujillo (España). Era un hombre de extraordinario valor y una cierta cultura, lo que le diferenciaba grandemente de buena parte de los conquistadores españoles.
En Zumaco tuvieron que asentarse para esperar que pasase la estación de las lluvias, alimentándose de raíces, bayas, hierbas, ranas y serpientes. Terminadas éstas continuaron su ruta entre constantes paisajes de tupidos bosques, con el ánimo decaído y el cuerpo extenuado. Al llegar a un sitio llamado Guema resolvieron construir una pequeña embarcación para seguir su viaje por el río, lo que les costó gran trabajo. En este «barquichuelo» como ellos lo designan, embarcaron a los enfermos junto con todo lo que les dificultaba la marcha, avanzando un grupo por la orilla, mientras los otros navegaban por las aguas del Coca.
Unos indios con los que toparon les hablaron de una ciudad deshabitada, rica en provisiones de oro, a sólo diez días de camino, en la confluencia de los ríos Coca y Napo. En la balsa construida enviaron a 50 soldados al mando de Orellana con el propósito de que buscara la ciudad y volviera rápidamente con víveres, era el 26 de diciembre de 1541. Para entonces la situación era desesperada, unos 2.000 indios y decenas de españoles habían muerto ya de hambre. Dos meses después, sin noticias del grupo de Orellana, Gonzalo Pizarro llega al punto indicado por los indios, pero allí no hay ninguna ciudad; los indios había mentido para salvar su vida. La situación era tan desesperada que llegaron a alimentarse de las suelas de sus botas y de las correas y arzones de las sillas de montar, después de hacerlas hervir durante largas horas. A principios del mes de junio de 1542 los supervivientes entraron en Quito «descalzos y desnudos»; para ellos la expedición había acabado. Habían muerto más de un centenar de españoles, y de los 4.000 indios no quedaban más que un centenar.
Orellana, por su parte, a los cuatro días de su separación de Gonzalo Pizarro llega hasta el Napo, del que son afluentes el Co-ca y el Aguarico. Días después, habiendo hecho acopio de víveres, se plantea el regreso, pero ¿era ya éste posible? Orellana apuntaba, según los cronistas, que navegando contra corriente tardarían mucho tiempo en regresar al punto donde dejaron a sus compañeros, pero que de todos modos había que intentarlo. Sin embargo, terminó por dejarse convencer por sus compañeros poniendo rumbo al Este, quizás la única posibilidad de salvación, y posiblemente, dada su escasa resistencia, también su mayor deseo.
Decidieron construir otra nave a fin de afrontar mejor esta nueva aventura por tierras inhóspitas. Pensemos en las dificultades que hoy se crean al entrar en estas regiones sin un equipo adecuado y pongámonos ahora en su caso, cargados de armaduras, cascos, petos y escudos de hierro, soportando la constante humedad y el calor de la manigua, comidos por los mosquitos y las enfermedades, e improvisando labores de carpintería naval, fundido, tejido, etc.
Con las dos embarcaciones siguieron río abajo, a la deriva, sin saber nunca qué les esperaba a la vuelta de cada recodo. A medida que avanzaban erigían toscas cruces de madera, dando a entender que tomaban para sí, y en nombre del Rey, estas tierras recién descubiertas, tropezando en su ruta con numerosas tribus indígenas. Algunas les dieron alimentos (principalmente pavos, tortugas, papagayos y frutos), así como adornos de oro y plata; otras, por el contrario, les atacaban con flechas envenenadas, tan mortíferas, por pequeña que fuese la herida, que sólo podían, rápidamente tras ser heridos, cauterizarla con un hierro al rojo vivo o cortando un trozo de la carne allí donde se había producido el contacto, aunque muchas veces los españoles morían entre espantosas convulsiones. En una ocasión, unos 10.000 indios acosaron, desde la orilla y en canoas, a los españoles, pero los arcabuces lograron hacerles huir asustados.
Con frecuencia habían oído relatos acerca de una tribu de «amazonas» que vivían en casas doradas, que toda su vajilla era de oro, que se amputaban el seno derecho para poder disparar mejor sus arcos y que no admitían en sus dominios, sino en las fechas destinadas a la procreación, a los varones de las tribus vecinas. De hecho, los españoles a su regreso relataron que cerca de Obidos se habían visto atacados por Amazonas, «muy altas, robustas, rubias, con largas cabelleras recogidas en trenza, con las caderas cubiertas de pieles, y con arcos y flechas en sus manos». El ambiente espectacular de los caudalosos ríos, los árboles y animales desconocidos, el amenazante verdor de los bosques que llegaban hasta las mismas orillas de los cauces propiciaron este tipo de fantasías, sin ninguna base de realidad. A este relato deben su nombre el gran río sudamericano y la jungla adyacente.
Sobre el otro nombre, el de Marañón, hay dos hipótesis: una dice que éste se debe a una fruta que abunda en sus riberas; la otra afirma que se debe a la admiración que causó su anchura en un navegante portugués, que le hizo exclamar en su idioma natal «¿Mare o nom?», pero esta versión parece, como tantas otras referencias al inmenso río, de carácter puramente legendario.
Orellana continuaba navegando por el Napo hasta que, en la mañana del 11 de febrero de 1542, desemboca en otro gran río, el Amazonas o Marañón, una de las vías acuáticas más largas del mundo, pues mide, desde su nacimiento en el Pongo de Manseriche hasta su desembocadura en el Atlántico, por el delta formado por la isla de Marajó, 6.275 km, siendo sólo superado por el Nilo, en Africa, con 6.450 km.
Más de ocho meses tardaron en navegar por el Amazonas, llegando a su desembocadura, tras notar durante algunos días señales de mareas, el 24 de agosto de 1542. Tras salir al Atlántico arrastrados por la poderosa corriente del río que endulza las aguas del mar varios km más allá de su desembocadura, las dos embarcaciones, más una tercera que habían construido poco tiempo antes, ponían rumbo al Noroeste hasta llegar, después de mil peripecias, a la isla de Cubagua, frente a las costas de Venezuela, arribando a la ciudad de Nueva Cádiz, poblada de españoles.
El 22 de noviembre de 1542 Orellana ya estaba en España donde trató, de inmediato, de hablar con el Emperador. Este escuchó sus demandas y le concedió el título de Adelantado en lo que descubriese, y el de Gobernador, para él y un heredero sucesor, pero no le asignó, como ayuda a la nueva expedición, dinero alguno. Pidiendo gran cantidad de préstamos logró financiar su empresa, pudiendo salir de España, rumbo al Amazonas, el 11 de mayo de 1545.
Hay pocos datos sobre la etapa final de su vida. Sólo sabemos que llegó a la boca del Amazonas el 20 de diciembre de 1545 con suerte adversa en todos los sentidos, pues debió soportar grandes tempestades, unas fuertes epidemias y ataques de los indios. Aquejado de fiebres malignas, murió en diciembre de 1546. Nadie sabe dónde fue enterrado. La inmensa selva se tragó su secreto para siempre.
Su hazaña despierta gran admiración, y su nombre, desde entonces, se relaciona con dos grandes hitos de la historia ecuatoriana, la fundación de Santiago de Guayaquil y el descubrimiento del río Amazonas.
Mientras la expedición amazónica sufría los rigores de la selva, almagristas y pizarristas se enfrentaban en lucha fratricida. Vencido en la Guerra de las Salinas, Almagro perece a garrote en la prisión. Hernando Pizarro va a la Península y allí le atrapa la justicia y le encarcela. Un hijo de Almagro venga la muerte de su padre en la persona de Francisco Pizarro, valiéndose de una veintena de los hombres traídos por Alvarado. A Belalcázar le sentencia la justicia a la pena capital aunque, ya mayor, muere antes de que ésta se cumpla. Alvarado muere en Guatemala en un accidente de equitación. Así acaban los principales protagonistas del descubrimiento y conquista de las hoy tierras del Ecuador. Gonzalo Pizarro, recién regresado de la expedición amazónica, horrorizado ante el cisma de los españoles, se retira a Charcas, de donde los encomenderos y una comisión del Cabildo de Quito le sacan, en 1544, para que encabece una revolución a favor de la autonomía, que tiene lugar en Quito, contra las violentas disposiciones del Emperador Carlos. Frailes, soldados y vecinos respaldan al caudillo en su lucha, quien se aparta de la monarquía asumiendo poderes absolutos desde el momento que, en Iñaquito, triunfa sobre el ejército realista y la cabeza del Virrey, Blasco Núñez de Vela, es paseada por las calles y plazas del pueblo. Es lo que conocemos como revolución de «Los Encomenderos», y que tiene su fin, con el suplicio de los cabecillas, el 10 de abril de 1548, bajo el «pacificador» Pedro La Gasca.
LAS PRIMERAS FUNDACIONES DE CIUDADES. Muchas de las ciudades del territorio ecuatoriano fundadas por los españoles se hicieron sobre antiguos asentamientos prehispánicos, como es el caso de Quito, Manta y Tomebamba (Cuenca), centros urbanos importantes, sobre cuyas ruinas se levantaron ciudades españolas conservando, en ocasiones, el nombre indígena, precedido del de un Santo católico.
Ya hemos hablado de la fundación de Quito, de la creación de sus órganos de gestión, de la distribución de solares y parcelas, así como del primer planteamiento urbanístico, obra de Sebastián de Belalcázar.
Tras estas labores los españoles construyeron el primer «templo de la cristiandad en estos territorios», una rústica capilla, conservada hasta hoy con las restauraciones a las que el tiempo obligó, que recibió el nombre de la Vera Cruz, y que hoy se conoce con el nombre de El Belén. Entre los españoles había dos sacerdotes, por lo que las actividades de culto cristiano pudieron comenzar inmediatamente.
El convento de San Francisco de Quito, el mayor existente en todo el continente americano y gran obra de la arquitectura religiosa española, comenzó a ser construido el 25 de enero de 1535, poco tiempo después de conformarse definitivamente la fundación y organización de la nueva ciudad.
Mucho se ha discutido sobre el motivo por el cual se fundó Quito en el lugar donde se hizo, en una zona particularmente accidentada, con grandes y profundas quebradas que la rodean, llegándose a la conclusión de que los conquistadores, entre los que debió tener un importante papel Belalcázar, calcularon las ventajas estratégicas que tenía el terreno escogido en el hipotético caso de un ataque indígena.
La fundación de Guayaquil es una de las más complejas, con una verdadera maraña de informaciones contradictorias e imprecisas. Nosotros vamos a plantear únicamente, de una manera simplificada, aquellos datos de los que hay una completa seguridad.
La primera fundación la llevó a cabo Sebastián de Belalcázar en un lugar, impreciso de determinar, entre las provincias de Los Ríos y Guayas. La segunda, también con una discutible e indeterminada ubicación, se debe al capitán Hernando de Zaera, en 1536.
La tercera fundación se debe a Francisco de Orellana, verificándose ésta el 25 de julio de 1538, siendo esta fecha una de las más controvertidas al aparecer también la de 1537 en los documentos al efecto, aunque la primera aparece como la más probable.
La cuarta, y definitiva fundación, es realizada por el conquistador Diego de Urbina, quien en su informe al Rey de España, fechado en Guayaquil el 10 de mayo de 1543, apunta que ante el asedio indígena, que duró unos seis meses, trasladó la ciudad de Santiago aguas abajo hasta la provincia de los Huancavilcas. Desgraciadamente Urbina no da la fecha del traslado, de modo que surge la duda de si la refundación se produce en los primeros meses de 1543 o a finales de 1542.
De todos modos, los habitantes de Guayaquil siguen contando, cuando se trata de la edad de su ciudad, a partir del 25 de julio de 1538, cuando la refunda Orellana, día de la festividad de Santiago Apóstol.
El origen de San Gregorio de Portoviejo se relaciona con el capitán Francisco Pacheco, quien cumplía órdenes de Almagro. El lugar escogido para la primera fundación quedaba más o menos a dos leguas de la población de Montecristi, en el lugar que hoy se llama Higuerón, verificándose ésta el 12 de marzo de 1535.
En 1541, debido a un incendio que destruyó casi totalmente la ciudad, fue reconstruida en el lugar que ocupa actualmente, seis leguas hacia el interior de su primera fundación (recordemos que una legua española equivale a 5.572 m + 7 dm). Sin embargo, en 1538 López de Atienza, vicario de Quito, cita que hasta ese momento la ciudad de Portoviejo había tenido hasta ese momento tres fundaciones tras sendos fuegos, por lo que probablemente el número de fundaciones de la ciudad haya sido de cuatro.
Loja fue fundada, en el antiguo territorio ocupado por los Paltas, por el capitán Alonso de Mercadillo, en el año 1548, cumpliendo órdenes del entonces Gobernador de Quito Gonzalo Pizarro. Parece ser que esta fundación es definitiva, aunque hay datos que apuntan a la existencia de un primer asentamiento, de escasa duración e importancia.
Santa Ana de los Ríos de Cuenca fue fundada por el capitán Gil Ramírez Dávalos, el 12 de abril de 1557, cumpliendo órdenes de Don Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete y Virrey del Perú en aquel entonces. El sitio es- cogido fue el ocupado por la Tomebamba indígena, la antigua capital de los Cañaris.
Podríamos considerar como la primera fundación de Riobamba la verificada por los capitanes españoles Diego de Almagro y Sebastián de Belalcázar, el 15 de agosto de 1534, en la población de Riobamba, aunque se la hiciera con el nombre de Santiago de Quito. Más tarde se transformó en Villa del Villar Don Pardo (1581) y, finalmente, en la ciudad de Riobamba, conocida a partir de 1797 como antigua Riobamba tras ser destruida por un terremoto, lo que forzó su traslado, en 1799, al lugar que hoy ocupa. En el sitio en que se levanta la antigua Riobamba existen ahora dos poblaciones: Cajabamba y Sicalpa, que realmente forman una sola, la llamada Villa de la Unión.
La antigua Riobamba antes de su destrucción en 1797 fue una ciudad de gran importancia, con más de 20.000 habitantes, templos notables de bella arquitectura y edificios iguales a los del Quito Colonial. Aún se ven en ciertos sectores de Caja-bamba y Sicalpa las ruinas de la antigua ciudad, una parte de la cual yace sepultada bajo el inmenso desprendimiento de tierra caída desde un cerro vecino.
La fundación de Ambato o, mejor dicho, la ocupación española del pueblo indígena, podemos datarla entre 1534 y 1536. Esta población fue creciendo y adquirió en pocos años la categoría de ciudad gracias, sobre todo, a la intervención del Obispo Solís (1596) que potenció el progreso de la misma. La Villa de San Miguel de Ibarra fue fundada el 28 de septiembre de 1606 por el capitán Cristóbal de Troya, cumpliendo lo dispuesto por el Licenciado Miguel de Ibarra, Presidente de la Real Audiencia de Quito. Fue ésta la última fundación de importacia realizada por los conquistadores españoles en el Ecuador.
Otras capitales provinciales, como Esmeraldas, Babahoyo, Machala, Guaranda o Latacunga, adquirieron su rango de ciudad durante la República, al dividirse en nuevas provincias el territorio nacional. Todas ellas presentan un rasgo común, una población indígena importante en el mismo lugar o en parajes cercanos a su localización, utilizado por los españoles a la hora de su establecimiento.
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